domingo, 31 de enero de 2016

§58 Ferula communis

Tú, querubín grande, protector, yo te puse en el santo monte de Dios, allí estuviste; en medio de las piedras de fuego te paseabas. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día que fuiste creado, hasta que se halló en ti maldad. A causa de la multitud de tus contrataciones fuiste lleno de iniquidad, y pecaste; por lo que yo te eché del monte de Dios, y te arrojé de entre las piedras del fuego, oh querubín protector. Se enalteció tu corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de tu esplendor; yo te arrojaré por tierra; delante de los reyes te pondré para que miren en ti. Con la multitud de tus maldades y con la iniquidad de tus contrataciones profanaste tu santuario; yo, pues, saqué fuego de en medio de ti, el cual te consumió, y te puse en ceniza sobre la tierra a los ojos de todos los que te miran. Todos los que te conocieron de entre los pueblos se maravillarán sobre ti; espanto serás, y para siempre dejarás de ser.
Ezequiel 28: 14-19

Que El corredor del Laberinto (Wes Ball, 2014) haya sido mi siguiente elección no podía ser casual. Cuando la semana pasada señalé los antecedentes de Los Juegos del Hambre (Gary Ross, 2012) en la mitología griega (argumento que también sostiene la autora), ya tenía en mente que otro tanto ocurría con esta trilogía; pero, aunque el título parezca indicar lo contrario, no tanto en el mito del Laberinto como el de Prometeo.
José de Ribera, Prometeo (ca. 1630)
Prometeo era uno de los titanes, dioses enfrentados a los dioses olímpicos. Bien por simpatía hacia los humanos, bien porque servía a su capricho, urdió un engaño para escatimar a Zeus el beneficio de los sacrificios que le ofrecían. Indignado por la añagaza, decidió privar a los hombres del beneficio del fuego, es decir, de un futuro próspero. Esto determinó que Prometeo lo robara del carro de Helios (o de la fragua de Hefesto, según Platón) y se lo devolviera a los hombres con el tallo de una cañaheja (ferula communis) encendida —origen de la antorcha olímpica—. La venganza por esta nueva ofensa se servirá con la entrada en escena de Pandora —la de la caja— y con el perpetuo suplicio de Prometeo.
No me quiero extender en este punto, pero entre líneas se puede ver por dónde van los tiros.
Mi interés camina por otras lindes: cuáles son los primeros pasos de una sociedad.
Aunque muy por encima, los clarianos cuentan que, aunque tenían cubiertas las necesidades básicas, muy pronto tuvieron la necesidad de establecer una serie de reglas y sanciones. De hecho, la escena que tenía seleccionada (que la Fox no me ha permitido publicar) era la expulsión de Ben del Claro. Podría haber sido por infringir la ley (atacar a otro clariano) o como drástica medida profiláctica (evitar la proliferación del destello), pero extraña, tanto en el libro como en la película, que no se detengan mucho a investigar sobre los recuerdos que reciben a cambio los infectados. O precisamente eso es lo que lleva al protagonista a cuestionar los fundamentos mismos de la comunidad y desencadenar su escisión.

Después de denegarme la publicación de la escena encontré este video en el que el autor la identifica como una de las favoritas por los lectores.

Mucho más interesante que la pérdida del Paraíso bíblico —que siempre me he preguntado cómo desapareció de este mundo, porque destruirlo hubiera sido de una crueldad injustificable para con el resto de sus criaturas— me parece este escenario de la nación exiliada por conveniencia. 
La bula Exigit sincerae devotionis de 1478 permitió la creación de la Inquisición Española como instrumento para investigar los casos de contaminación dentro de la comunidad cristiana; que si bien inicialmente no iba destinada contra judíos y moriscos (que evidentemente no eran cristianos), pronto determinará su expulsión de los distintos territorios. Y una vez probada su eficacia fue aplicada contra toda desviación posible de la ortodoxia. Y su catálogo fue extenso… Aunque en honor a la verdad, los procesos de la Inquisición en aquella época no permitían algunas formas de tortura que si hacía la justicia ordinaria, que además suponían un gran avance sobre las ordalías o juicios de Dios. En ambas jurisdicciones, las garantías para el procesado eran paupérrimas. Por ejemplo, el reo no conocía el contenido de la acusación, ni quién la formulaba, hasta el mismo día del juicio. La prueba (su peso normalmente recae en la acusación, salvo si se trata de algunas áreas de la administración, como la recaudación de impuestos, incluso actualmente) se establecía con su propio testimonio durante los interrogatorios —¡y qué interrogatorios!— donde ya se había alcanzado, en numerosos casos, la meta del arrepentimiento. Es más, en rigor, había pocas diferencias procesales entre los distintos países civilizados.
Las condenas podían ir desde la hoguera y pena de muerte (o mutilación) en los casos más graves, a galeras, el escarnio público o la requisa de bienes, así que el destierro (del territorio hasta donde se extiendía la soberanía de quien lo imponía) no parece un resultado desdeñable. Y en la Grecia Antigua era una práctica democrática saludable.
En España, es cierto, tenemos una larga tradición en expulsar. Pero, como todo en esta vida, se puede interpretar desde puntos de vista dispares: como signo de intransigencia, pero también como indicio de inconformismo. Me consuela pensar que éste último es el factor dominante, porque de otra forma no hubiera resurgido periódicamente en la historia (como el hígado de Prometeo).
En mi vida he tenido que sufrir varias exclusiones (algunas pude evitarlas con contrición) debido a mi tendencia indómita y he de reconocer que, como los sefardíes con la llave de su vivienda, guardo el recuerdo con la esperanza de algún día recibir la redención (esto último con razonables cargas de ironía).
El montaje siguiente está destinado a los amantes de las reglas al estilo de Columbus.


__________
Se conoce con el nombre de Diáspora sefardí a las diversas comunidades de los judíos que fueron expulsados de España en 1492 por orden de los Reyes Católicos. Como por tradición identificaban la península ibérica con la Sefarad bíblica, recibieron el nombre de sefardíes. Además de su religión, mantuvieron muchas de sus costumbres y particularmente la lengua, conocida como judeoespañol, que deriva del castellano que se hablaba en el siglo XV.
Los sefardíes nunca se olvidaron de la tierra de sus padres, abrigando para ella sentimientos encontrados: por una parte, el rencor por los trágicos acontecimientos de 1492; por otra parte, andando el tiempo, la nostalgia de la patria perdida…
Joseph Perez, Los judíos en España (2009), p.117
Aunque en el edicto no se hacía referencia a una posible conversión, esta alternativa estaba implícita. De hecho muchos judíos se bautizaron, especialmente los ricos y los más cultos. Los que no tuvieron que marchar al exilio en unas condiciones muy duras: malvender sus propiedades a cambio de cantidades a veces ridículas en formas que pudieran portar, porque la salida de oro y de plata del reino estaba prohibida —la posibilidad de llevarse letras de cambio no les fue de mucha ayuda porque los banqueros, italianos en su mayoría, les exigieron enormes intereses—. También tuvieron grandes dificultades para recuperar el dinero prestado a los cristianos. Además de tener que hacerse cargo de todos los gastos del viaje: transporte, manutención, fletes de los barcos, peajes, etc…
Inicialmente la mayoría se instalaron en el norte de África o en los estados cristianos cercanos: de Navarra fueron expulsados en 1498 y se trasladaron a Bayona; los de Portugal, obligados a convertirse al cristianismo en 1497, acabaron en el norte de Europa, especialmente en los Países Bajos; y finalmente buena parte de los sefardíes terminaron viviendo en los territorios del Imperio Otomano de los Balcanes y Oriente Próximo.
En la República de Venecia los judíos fueron obligados a vivir en un barrio separado llamado ghetto –la palabra gueto pasaría a designar a partir de entonces a las juderías europeas donde se recluía a los judíos–, a llevar una indumentaria que los identificara, a pagar unos impuestos muy altos, a no poder adquirir inmuebles, y a no prestar dinero con un interés superior al 12 por ciento, además de no poder ejercer determinados oficios. En varias ocasiones se intentó expulsarlos, pero los judíos de Venecia siempre encontraron la manera de volver. En el novissimo ghetto, uno de los tres con que contó la ciudad en los siglos XVI y XVII, eran donde probablemente vivían los judíos sefardíes.
Miles de judíos regresaron a la península para convertirse, a causa del maltrato que sufrieron en algunos de los lugares de acogida. Su situación se regularizó con una orden del 10 de noviembre de 1492 que establecía que las autoridades civiles y eclesiásticas tenían que ser testigos del bautismo y, en el caso de que se hubiesen bautizado antes de volver, se exigieran pruebas o testimonios que lo confirmasen. Asimismo que pudieran recuperar todos sus bienes por el mismo precio que hubieran recibido. Los retornos están documentados hasta 1499 por lo menos. Por otro lado, una provisión del Consejo Real de 24 de octubre de 1493 determinó duras sanciones para aquellos que injuriasen a estos cristianos nuevos (llamándolos tornadizos, por ejemplo). Fuente wikipedia

No hay comentarios:

Publicar un comentario