martes, 27 de diciembre de 2016

§86 Realidad virtual

Es hielo abrasador, es fuego helado,
es herida que duele y no se siente,
es un soñado bien, un mal presente,
es un breve descanso muy cansado.

Es un descuido que nos da cuidado,
un cobarde con nombre de valiente,
un andar solitario entre la gente,
un amar solamente ser amado.

Es una libertad encarcelada,
que dura hasta el postrero paroxismo;
enfermedad que crece si es curada.

Éste es el niño Amor, éste es su abismo.
¿Mirad cuál amistad tendrá con nada
el que en todo es contrario de sí mismo!
Francisco de Quevedo

Me contaba un compañero que en una escapada de fin de semana había hecho parada rápida en Avila para una visita al Palacio de Polentinos, reconvertido desde 1993 en Archivo histórico militar, y que alberga un museo. La gracia y pertinencia del asunto está en que su hijo Diego, ante uno de los maniquís uniformados que jalonan el recorrido, exclamó:
—¡Mira, papá, un hombre disfrazado!
No hace demasiado tiempo, la sala habría estado llena de público y algún transeunte ofendido le habría interpelado por la interferencia o por infantil. Pero en la actualidad el ejército es materia que no se airea y los museos inspiran poco o a rancio. Así que su definición se me antoja imprecisa solo por lo que al primero se refiere: el hombre, o el muñeco, según se mire.
Aunque la imagen, trasunto de la sociedad que nos ha tocado, da para más reflexiones. Así, el remedo simula ser un hombre y el uniforme le convierte en soldado. Le sitúa en un contexto, perteneciente a un grupo o un bando, con una identidad y unos valores (disciplina, valor, protección, lealtad y sacrificio), que hoy son tan poco estimados, ¡que se le tacha de títere! Como la mona de la seda. Y es que el alistamiento viene de lista y no de listo (y resulta una aceptable salida profesional y no lo contrario).
Si hablamos de indumentaria, solo hay que ver a frailes, payasos, cocineros y policías (si encontramos alguno). La utilería adecuada también es parte indispensable, aunque parezca que no hayan evolucionado el agricultor, el sastre o el médico. Es curioso que alguno de los citados haya sabido reconvertirse y, como las glorias del celuloide, pueda exprimir su caché en televisión. Esto me conduce a la interpretación.
Cuando el actor afronta un papel empieza con la ficha de su personaje, rellenando los huecos de su currículum vitae, para que se adapten al guión, como si se tratara de una entrevista laboral. Estar correctamente ataviado también le ayuda a meterse en su piel, comprender cómo se siente y cómo se desenvolverá después —también del traje— o qué voz tendrá (en el teatro romano a la máscara se la denominaba per sona, literalmente "por sonido", ya que la voz era un rasgo fundamental para la identificación de los papeles, como actualmente lo es para los doblajes de los actores famosos).
Imaginemos a Simon, un vendedor de coches que finge ser un espía en apuros, como método para seducir fácilmente a las mujeres. Harry, un agente de contraespionaje, trata de parecer un vendedor de suministros informáticos; aunque lo más grave es que trate de demostrarle a su pareja que su trabajo es apasionante. Juno, ejecutiva de una empresa de importación de arte, tapadera de grupos terroristas —no puedo evitar que me asalte la imagen de unos puzzles en los que cabezas, cuerpo y pies son intercambiables (¿a lo mejor Cameron tuvo uno?). Pero creo que me estoy desviando...—
Prácticamente todos los personajes tienen otro trabajo vocacional, de riesgo asegurado, que gana en importancia sobre la propia vida. Salvo Helen, que aunque también engaña, es exactamente lo que parece: una mujer crisálida a punto de metamorfosear (por cambio total e irreversible). Algo así cuenta Mentiras arriesgadasMentiras verdaderas en Hispanoamérica, que sí refleja el oxímoron del título original, True lies—.
Escena de Mentiras arriesgadas (James Cameron, 1994)


[Para los que buscan los créditos musicales: I Never Thought I´d See The Day (Sade), Alone in the Dark (John Hiatt) y Shadow Lover (Brad Fiedel)] 

La elección de la escena se debió, en parte, a las trabas a la divulgación de contenidos por parte de la Fox (curiosamente en España solo la ha editado en DVD, inicialmente licenciada por Universal y sin ningún extra), porque mi primera opción era la escena del corvette: Bill Paxton y Arnold Schwarzenegger llegan a intercambiar asiento, mientras la cámara transita de un lado a otro mostrando sus perfiles. Los dos de ambos. No los profesionales, los de sus caras. Bueno, también —a mi jefe seguro que le encanta cómo Simon intenta cerrar la venta, como buen profesional que es. Mi jefe, evidentemente—.
El coche, que fue diseñado para convertirse en el deportivo americano, estuvo a punto de ser descartado (de la y no por la cadena de producción) por su escasa potencia y su rígida suspensión trasera —no me extraña que Arnold, en la escena, quisiera pensárselo un poco—. No fue hasta que el ingeniero exiliado soviético Zora Arkus (luego, ex-soviético) le metió mano a su motor V8, cuando comenzó su leyenda (el modelo que aparece no es el clásico moderno, sino el de 1958, con ópticas dobles solo en el frontal).
No me resisto a añadir que la cantidad de destellos que se le colaron al operador deben de ser la causa de la obsesión de Cameron por la posición del sol —me refiero evidentemente al rodaje de Titanic, de 1997—.
La escena del estriptis (de strip, desnudo y tease, engañar) es de una de las más recordadas y está entre las más sensuales  —"doucement"— que se han filmado. No le quita ningún valor la referencia más que evidente a Nueve semanas y media (Adrian Lyne, 1986) de la coreografía, el claroscuro, la sumisión ciega y la elección musical; su secreto está en la original parodia de Jamie Lee Curtis, en línea con su papel en la más lograda Un pez llamado Wanda (Charles Crichton, 1988); "la graciosa torpeza, un principio de éxtasis", parafraseando al simpar Jorge Luis Borges (El aleph, 1945).
Como prueba de la importancia que tiene en la película, se puede revisar la francesa Dos espías en mi cama (Claude Zidi, 1991) —que no he podido encontrar en español—. He leído, en varios sitios, la animada decepción de los espectadores que ya conocían las "Mentiras", al no encontrar la discreta exhibición de Miou-Miou y poco sobre los reciclados americanos, el caos controlado y sus armas inteligentes.

 Del canal Diaries of a Movie Geek

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El oxímoron (une los lexemas ξύς oxýs: ‘agudo, punzante’ y μωρός morós: ‘fofo, romo, tonto’, por tanto, él mismo es un oxímoron), dentro de las figuras literarias en retórica, es una figura lógica que consiste en usar dos conceptos de significado opuesto en una sola expresión, que genera un tercer concepto. Dado que el sentido literal de oxímoron es opuesto, ‘absurdo’ (por ejemplo, «un instante eterno»), se fuerza al lector o al interlocutor a comprender el sentido metafórico (en este caso: un instante que, por la intensidad de lo vivido durante su transcurso, hace perder la noción del tiempo).

Para los que gusten de ellos, la página oximoron.com. Yo me quedo con la soledad compartida del blogger.

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martes, 6 de diciembre de 2016

§85 Delirio de negación

- ¿Quién eres tú?
- La muerte.
- ¿Es que vienes por mí?
- Hace ya tiempo que camino a tu lado.
- Ya lo sé.
- ¿Estás preparado?
- El espíritu está pronto, pero la carne es débil. Espera un momento.
- Es lo que todos decís, pero yo no concedo prorrogas.
- Tú juegas al ajedrez, ¿verdad?
- ¿Cómo lo sabes?
- Lo he visto en pinturas y lo he oído en canciones.
- Pues sí, realmente soy un excelente jugador de ajedrez.
- No creo que seas tan bueno como yo.
- ¿Para qué quieres jugar conmigo?
- Es cuenta mía.
- Por supuesto.
- Juguemos con una condición, si me ganas me llevarás contigo, si pierdes la partida me dejarás vivir.
- Las negras para tí.
- Era lo lógico, ¿no te parece?
Diálogo de Antonius Block y la Muerte en El Séptimo Sello (Ingmar Bergman, 1957)

—¡Qué cosas!— Un día escucho en una emisora la incredulidad del locutor de que pueda existir algo como el síndrome de Cotard —volvía a casa escuchando música ochentera, cuando de pronto salta con lo del trastorno, ¡lo juro!—. El también llamado delirio de negación o nihilista es una enfermedad mental relacionada con la hipocondría, en la que el afectado cree estar muerto (que sus órganos se pudren) o que simplemente no existe, vaga como un espectro o es incapaz de tener una muerte. Fuente wikipedia.
Esto no hubiera pasado de curiosidad enciclopédica, de las que me gusta guardar para luego, de no estar atando cabos tras ver El hombre de Londres (Béla Tarr, 2007). Su argumento me parecía que se articulaba en torno al dinero como elemento maléfico —que sea robado le da ese carácter y que de los ricos se diga que están "podridos de dinero", me parece una genial coincidencia— que lastra la vida de con quienes se cruza. Y esto se relacionaba con algunos acontecimientos recientes míos y el destino de una herencia familiar —no por latrocinio, ¡valga Dios!, sino por monetización—. Aunque más tarde que pronto me di cuenta de que se trata de un mcguffin y que los personajes sólo tienen la ilusión de poseer, pero no pueden disfrutar, algo valioso; en castellano, la expresión "papel mojado", lleva implícita la pérdida de valor o el menosprecio, semejante al efecto que suele tener el agua para el director.

Escena de El hombre de Londres

La escena comienza con un descenso vertical de la cámara sobre Maloin y su hija, a quien acaba de sacar del trabajo para evitar que la sigan explotando. Cuando se corra la voz, no tendrá muchas posibilidades de encontrar otro trabajo y, de propina, tendrán que afrontar una demanda por incumplimiento de contrato. Luego la chica le pregunta por la pipa nueva (de espuma de mar, como la de Holmes), el único lujo personal que se ha permitido tras encontrar el maletín, que ha pagado con parte de los ahorros sustraídos de un cajón de su casa. Cuando salgan de la taberna irán a comprar una bufanda de piel de zorro para la chica (en la novela la viste a capricho de arriba abajo). Mientras, el tabernero se lamenta del dinero perdido con el inglés, al tiempo que manosea a la prostituta del muelle al precio de una copa. Ella, impasible, le acompañará sólo si no encuentra otro partido mejor. De la juerga de los parroquianos hablo más adelante.
El autor se toma su tiempo (es la marca de la casa) en encuadrar la decadencia. No esa decadencia romántica que rezuma estilo propio, sino la de los objetos viejos, los que nunca llegarán a antigüedades. Para dar testimonio de que el mundo se ha extinguido y ha quedado en un estado de ruina perpetua.
Todo me lleva a pensar que los personajes han llegado a un punto sin retorno, marcado por el fracaso de sus posibilidades (si es que las tuvieron alguna vez). En la agonía de un eterno presente, en el que no se vive, se padece: el cuarto círculo del infierno. El mundo actual. El fracaso universal de la humanidad.
Tarr por primera vez adapta una obra de un autor tan alejado de su concepción artística como pueda ser George Simenon y la desubica en tiempo y geografía para hacerla espectral: el detalle de que los extranjeros procedan de Londres, lo que podría ser otro mundo, habla de una distancia no solo física —el Brexit no surgió porque sí—. Prioriza la sensación de estar atrapado permanentemente por un pasado, por las decisiones, por todos los compromisos, por los horarios, su familia, el trabajo, la ley ... De forma que sus personajes deambulan por un continuo de días y noches brumosos, donde han de realizar las mismas tareas, una y otra vez. Como Sísifo, quien disfruta irónicamente de la inmortalidad (literalmente se negó a morir), condenado a empujar una piedra hasta la cima de la montaña, en un frustrante proceso que no puede culminar; tenido por astuto, también por mentiroso, se cree que utilizaba a menudo métodos ilícitos para hacerse con las riquezas de los viajeros.
De aquí podría deducirse que se aleja del texto literario (1933), pero hay muy pocas variaciones (la habitual simplificación de diálogos y personajes, y el desenlace, aunque solo por su mensaje). Solo es una sensación. Es la forma que tiene Tarr de narrar, centrado en inmanencia de los personajes, dejando en segundo plano el argumento: para evitar que el espectador se quede con la superficialidad, sitúa los personajes de espaldas a la cámara, obligando al espectador a tomar su lugar si quiere comprender qué le ocurre (en lugar de qué ocurre). Otras veces, mantiene el encuadre, aún cuando el audio advierte que la acción se realiza fuera de campo.
Por ello, al final de la escena, gira la cámara para mostrar algo que llevamos tiempo oyendo, unos figurantes que juegan y bailan al son de un acordeonista que no había sido presentado —al igual que Velázquez en Las Meninas (La familia de Felipe IV, 1656), revela qué ven los monarcas mientras están siendo retratados—. Las escasas notas y la repetición machacona del tema rom, en accelerando, hasta culminar en la danza de taberna, que es otro de los elementos recurrentes del director. Produce cierto extrañamiento y sensación de danza macabra —me viene el recuerdo, tres círculos más abajo, del infierno de Calvario (Fabrice du Welz, 2004)—.

Escena de Calvario

De hecho, la repetición es el tropo que proporciona esta sensación de eternidad. Maloin no solo vive de forma rutinaria, sino que, cuando intenta cambiar su destino no puede obviar los errores de los personajes que ha observado (Brown, sobre todo). Morrison también reconstruye los hechos como buen investigador, hasta llegar a la pista de Maloin, y al final se las apaña para que todo pueda "solucionarse", como si nada hubiera ocurrido. Todo refuerza esa idea tan posmoderna de la "extinción de los acontecimientos" cuando ya no se puede evitar la redundancia —resulta inevitable la comparación con la "buenista" Atrapado en el tiempo (Harold Ramis, 1993)—. 

Trailer de Atrapado en el tiempo


P.S.: En la novela se dice que Maloin lleva treinta años en su oficio de guardagujas y que antes trabajó en la marina. Luego responde que los ferroviarios se jubilan a los 55 años, cuando charla con un gendarme. También recuerda que al subjefe Mordavin le condecoraron a los treinta y cinco años de servicio. De todo ello puede deducirse que le debían quedar pocos años para el retiro. Una eternidad en el tiempo, similar a la condena que le cae al final de la novela, incluso más que los tres o cuatro años que dura una bufanda de piel de zorro, si solo se pone los domingos. ¡Por favor, no calculen!

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La Danza de la muerte o Danza macabra es un género artístico tardo-medieval cuyo tema era la universalidad de la muerte. Se trata de un diálogo en verso y por tanto representable, en que una personificación alegórica de la Muerte, como un esqueleto humano, llama a personas de distinta posición social o en diferentes etapas en la vida para bailar alrededor de una tumba. Era usual que fueran el Papa, el Obispo, el Emperador, el Sacristán, el Labrador, Cortesanos y Posaderos. La muerte les recuerda que los goces mundanos tienen su fin y que todos han de morir. Se cree que las danzas macabras se bailaban durante las representaciones teatrales en el siglo XIV.
Este macabro espectáculo, que se prodigó en toda la literatura europea, tuvo su origen en Francia. El tema dominó la Baja Edad Media y frente a ella no había resignación cristiana, sino terror ante la pérdida de los placeres terrenales. Presenta, por un lado, una intención religiosa: recordar que los goces del mundo son perecederos y que hay que estar preparado para morir cristianamente; por otro lado, una intención satírica, al hacer que todos caigan muertos, con independencia de su edad o su posición social, por el poder igualatorio de la muerte.
Una de las referencias más famosas a la Danza de la Muerte es la que se hace en el citado film de Ingmar Bergman, en la que el personaje Fran Marley (Jof en la versión original) dice a su esposa: "Ya marchan todos, hacia la oscuridad, en una extraña danza. Ya marchan huyendo del amanecer, mientras la lluvia lava sus rostros, surcados por la sal de las lágrimas."
Fuente wikipedia

Wolgemut (1493) Tanz der gerippe. coloriert