martes, 2 de julio de 2019

§93 La petite grand mort

Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.
            (Jorge Luis Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Ficciones, 1944)
Hay tantos sexos como personas.
            (Sin autoría definida, la considero cita apropiada)

Alguien, a quien llamaré J, me ha señalado que en las aproximadamente cien entradas de este blog aún no he abordado el sexo como tema central. No creo que haya sido por pudor, ni por interés o la falta de él. Quizás por el medio. En fin, le he buscado remedio, trayendo a cuento una película que, si bien en su día revolvió el panorama y ha envejecido muy dignamente, hoy probablemente no se la tenga en la consideración debida. En parte, por una secuela que no debió producirse, en parte, por el sambenito de clásico, que espanta incluso a los trasnochadores. Me refiero a Instinto básico, de Paul Verhoeven, de 1992.
Lo que estoy a punto de escribir puede parecer increíble, pero no me avergüenza: fue mi primera vez con un filme en el que el sexo (no romántico) tenía una función narrativa esencial y no de transición. Una canción, una persecución o una escena de sexo son, para la trama, normalmente prescindibles (se entendería la historia si se decidiera su elipsis o su censura). Aquí casi es al revés.
Este fue el argumento con el que se defendió el director ante la MPAA de la temida clasificación NC-17 (solo adultos), que le hubiera impedido su exhibición en la mayoría de las salas. Para más inri, las restricciones de su contrato con Tristar le obligaban a conseguir una clasificación R (menores acompañados). Lo lograría tras dura batalla con ambas y renunciar a cuarenta y cinco segundos, que pueden verse en la edición europea.
Quien sabe si ya sabía dónde se metía y le divirtió el hermanamiento con otro europeo (mentalidad más que origen) que también había tenido que luchar con las autoridades para mantener algunas escenas de Psicosis (1960):
Se cuenta que algunos censores insistían en que se veía uno de los senos de Janet Leigh. Al cabo de unos días se volvió a presentar para la aprobación, habiendo mantenido los planos, cada uno de los censores invirtió su postura inicial: los que lo habían visto, ahora no lo veían y los que no, ahora sí. La película fue calificada R después de que se quitara una toma de los glúteos de la doble de la actriz (extracto).
En cualquier caso, hay un descarado homenaje al maestro del suspense, sobre todo de Vértigo (1958), que en una entrevista afirma haber estudiado y conocer al dedillo; sin que se le pueda acusar de apropiación, aunque la línea es siempre tenue.
Con estos ingredientes y un guión hecho rápidamente y preñado de errores, construyó un notable thriller en torno al instinto de matar. Aunque en realidad nos cuela, en una línea paralela, el instinto carnal (igualmente básico), con tal naturalidad que puede desplegar todo un catálogo sexual en su magnífica complejidad. Hasta permitirse el lujo de hacer una elipsis del único contacto romántico (lo ortodoxo es heterodoxo).
La elección de San Francisco no es casual, evidentemente, y la reacción furibunda de las comunidades homosexuales que pudiera sorprender, se entiende si se considera que en aquel momento su postura no era ni mucho menos uniforme. Había muchos reparos a la exposición porque la película habla (y mucho) de diversidad, lo no binario, lo no definido o indefinible y desde el punto de vista del malvado.
En un intento por boicotearla, se repartieron octavillas que, aún destripando el final, no pudieron impedir que se convirtiera en el éxito de taquilla del año. Aún así, no voy a caer en la tentación.


El mensaje decía: —¡Catherine lo hizo! (Catherine did it!).
—¡Y tanto que lo hizo!
La película comienza con un auténtico estallido. Un éxtasis sexual seguido de un asesinato tan violento que nos hace olvidar lo anterior. Pero, sobre todo, nos impide percibir que es algo que no nos esta permitido presenciar. Es la visión del asesino (o como mucho la reconstrucción forense) y los datos que aporta no pueden ser menos fiables. Sin embargo, va a determinar nuestra interpretación de la película (hipótesis fuerte).
Eso es la suspensión de incredulidad o inmersión en la trama que la propia Catherine cita. Y ciertamente ella busca esa implicación, que considera vital. Por eso, no debe extrañar su elección de parejas en un boxeador y un roquero o que recree en sus novelas crímenes que, digamos, ha presenciado.
Desde mi punto de vista, poco le importaron a Verhoeven los errores del guión, que le llevaron a prescindir durante un tiempo del guionista y a un intento de reescritura, cuando se dio cuenta de que encajaban en la historia que quería contar. Me explico:
El principal fallo del guión está en que la policía no recurra a cotejar el ADN del asesino (prueba habitual desde mediados de los ochenta, de lo que se puede inferir que la idea original era vieja). Esto hubiera identificado sin lugar a dudas al asesino (en una metalectura, su identidad sexual) y por eso utiliza el detector, falible en teoría.
El siguiente error es conceptual. La descripción del crimen en el libro no da una coartada (alibi) a la autora, si nos atenemos a la definición. Sí es un impedimento para acusarla sin pruebas tangibles o testigos. Lo que nos devolvería al punto anterior.
Por eso se necesita la referencia a sus libros que, al igual que su pasado, la convierten en la sospechosa. Pero entonces ¿qué sentido tiene que siga utilizando un picahielos? No será falta de creatividad (el libro, afirma, se escribe solo), ni creo que sea el arma a utilizar en su nueva obra (lugar que ocuparía la pistola).
Por cierto, tampoco conocemos el final de Love Hurts (El amor duele), pero es dudoso que Pistolero (Shooter) sea su continuación.
Tal como lo veo, que Nicky tenga la oportunidad de leer un fragmento (de nuevo, aunque en otro sentido, lo que no se debe saber) es lo que le va a salvar, restituirse y quedarse con la chica; y es totalmente necesario para que el mecanismo funcione y cargue la psiquiatra con la culpa. La escritora consigue que el final del libro (y la película) incluya las dos alternativas posibles, que parecían antagónicas cuando eran expuestas por los protagonistas (she got it!).
Y finalmente, la peluca. El elemento más prescindible y absurdo. Absolutamente impropio, salvo que exista una sólida razón: ser el disfraz de quien necesita ocultar, negar, desviar su identidad. La prueba de cargo (y falso dilema).
Para quien piense todavía que los detalles tal vez no fueron importantes para la producción, un par de ejemplos. El uso de pseudónimo, de alguien que no oculta nada, como Catherine Woolf (sin duda homenaje de la escritora a Virginia Woolf), o las matrículas de sus Lotus Esprit S4 (2GQI123 y 2GQI124, que no aluden a ningún coeficiente intelectual, sino a genderqueer identity) uno blanco y otro negro, según el día.
Siempre he pensado coches, casas y perros son elegidos por sus dueños, no solo en las películas, como reflejo de su personalidad. Por eso Catherine, que huye de constreñirse, tiene dos casas (una con un Picasso y esculturas que parecen fracturadas y la de la playa, donde prima la armonía, su cubil de escritor), dos coches y dos amantes. Camino de su casa vemos la bahía y el puente Golden Gate, de vuelta al apartamento de Nick, la pirámide Transamerican (denominada a veces por los lugareños “el pene de Pereira”).

Coda final: Repico la pregunta ¿y el picahielos? Ese añadido que no puede ser un final alternativo, sino una pregunta: ¿quién fantasea con un picahielos bajo el colchón?


Sano como una manzana.