sábado, 12 de noviembre de 2016

§83 Cálculo bezoar

En mi yo no vivo ya,
y sin Dios vivir no puedo;
pues sin él y sin mí quedo,
este vivir ¿qué será?
Mil muertes se me hará,
pues mi misma vida espero,
muriendo porque no muero.
San Juan de la Cruz, Coplas del Alma
Tras una visita reciente a Segovia, con parada en el Convento de los Carmelitas Descalzos, donde reposan los restos de San Juan de la Cruz, dejé en el recibidor de mi memoria, unos conocidos versos. Disputados aquéllos, como éstos. Fragmentados, confundidos.
Y solo unos días después, echo mano de ellos, como del paraguas con las primeras gotas, a propósito de cuán ajenas llegan a ser sus vidas o de no haberlas comprendido bien antes. 
Fuera de contexto, parece haber un gran parecido entre mística y erotismo, cuando en realidad solo comparten en el éxtasis el desbordamiento de los sentidos; se confunden experiencias e intercambian resultados, exigiendo máxima comprensión por parte del observador, inquisidor al cabo. Por ello no resulta extraño que la mística (mystikos, cerrado, misterioso) aparezca en momentos clave de la historia de las religiones (sobre todo las monoteístas) y que, cuando se acompaña de manifestaciones físicas sobrenaturales, se la relacione con la santidad o se la persiga por herética, según cuadre. Lo que me lleva al convencimiento de que la mística castellana del s. XVI logró sobrevivir por la conveniencia de su contrapeso al protestantismo; gracias a lo cual se conservó más de una obra maestra de la literatura y otras terminaron en la hoguera.
Una mirada hacia los mecanismos que la generan permite diferenciarla de una simple afición hedonista (masoquista en estos estadios). La teología define la ejercitación del espíritu para la perfección a través de dos vías, la iluminativa y la purgativa. Con la excepción para unos pocos elegidos, de alma tocada por la Gracia, sólo está disponible la vía ascética. De aquí que las privaciones forzosas en determinadas épocas o circunstancias puedan determinar una mayor propensión de los creyentes, incluso espontánea e inconscientemente.
La Bruja (Robert Eggers, 2015), nos acerca un catálogo de experiencias más o menos conocidas o reconocibles, mezclando con mesura lo natural, lo cotidiano y lo espiritual, desde el comienzo mismo, en que la familia de Thomasin abandona cierta confortabilidad por lugares inexplorados, que lindan con lo amenazador. El poblado y el bosque, como metáfora de quienes se apartan (o no) de las normas y optan por asumir riesgos.


La escena, concebida a base de la alternancia de planos y contraplanos directos, eliminando cualquier distracción, se precipita en el momento de regurgitar la manzana indigesta, que resume el triunfo de la provocación sobre la inocencia; más próxima que a las tentaciones bíblicas (Moises, Elías y Jesucristo no parecen tener repercusiones adversas al ayuno y la solitud), a las vistas en Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965) y su erotismo irruptor en el comedimiento.
Hablando de tentaciones, largo he guardado la referencia, en cuanto a manzanas se refiere, al cuento de Blancanieves, por los hermanos Grimm, que incluye hasta tres tentaciones, una cinta de pelo, un peine y la fatídica manzana; unificadas en la versión Disney y con la radical diferencia de recuperar a la joven a la vida tras expulsar el trozo atorado en la garganta. Podría resultar que el trago de la manzana es un trance necesario para poder conseguir el deseo —la escena es tan icónica que no me ha costado encontrar el fragmento—.

Escena de Blancanieves y los siete enanitos (David Land, 1937) 

Otro detalle interesante es la utilización de la regurgitación como forma de mostrar la reversión. A diferencia del vómito, que es una reacción natural del cuerpo, el cuerpo regurgitado no ha sido alterado por los jugos gástricos y parece intacto. Guarda cierta similitud con los restos inconvenientes (de cerezas, cierto) que salen en Las Brujas de Eastwick (George Miller, 1987). Sirven para ilustrar, desde la guerra de sexos, la conexión con el demonio (menor) del erotismo que disfrutan las brujas —¡traviesas, acaso pretenden que creamos que no se daban cuenta de que les faltaban huesos!—, vanalizando de paso la contención puritana.


Una de las cosas más curiosas que cabría imaginarse salir de un estómago es un bezoar. La gema o piedra en cuestión se forma por acumulación de restos indigeribles. No parece tan increíble si pensamos en las perlas, ni tan rebuscadas si consideramos las egagrópilas con las que están emparentadas. Históricamente las de cabra fueron apreciadas como preservativo contra el arsénico, lo que es químicamente correcto. 
En el primer libro de Harry Potter, Severus Snape dice en una de sus clases: «Un bezoar es una piedra extraída del estómago de una cabra y te salvará de la mayoría de los venenos.» J. K. Rowling introdujo este detalle aun a sabiendas de que pasaría inadvertido. En la película Snape le hace varias preguntas al niño para evaluarle y solo Hermione —¡cómo no!— sabe de qué se trata.
Y con ésta son tres películas con manzana en una entrada, puesto que en el comedor de Howards aparecen centros con la fruta: ¡5x3 puntos para Gryffindor!

Escena eliminada de Harry Potter y la piedra filosofal (Chris Columbus, 2001) en YouTube

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La palabra bezoar viene del persa pâdzahr, que significa "contraveneno" o "antídoto", pues en la Antigüedad se creía que el bezoar podía curar y anular los efectos de todos los venenos. Aunque no actúa contra todos los venenos como se creía, algunos tipos de tricobezoares (bezoares formados con pelo) pueden anular efectos del arsénico. Antiguamente los boticarios alquilaban o vendían bezoares a muy altos precios.
El origen de los bezoares se encuentran en las montañas del oeste de Persia, donde dieron nombre a ciertas cabras salvajes de esa zona, ancestro de la cabra doméstica. El uso de las piedras llegaría a Europa desde Oriente Medio en algún momento de el siglo XI, siendo muy populares hasta el siglo XVIII.
Un amuleto muy escaso que valía mas que el oro. Solo reyes y gente hacendada podían permitírselos. Se utilizaban engarzados en copas de oro donde se vertía la bebida que podía estar envenenada. Así de esta forma el invitado bebía y brindada tranquilamente.
El bezoar es mencionado en el libro de Oscar Wilde El retrato de Dorian Gray (1890) como proveniente de un ciervo de Arabia, y explica que puede curar la peste. La piedra-bezoar es mencionada en la novela de Augusto Roa Bastos Yo el Supremo (1974), procede del interior de una vaca y tiene propiedades curativas y místicas. Fuente wikipedia

Copa de bezoar del tesoro del galeón Nuestra Señora de Atocha.