domingo, 26 de mayo de 2019

₰30 Entrantes y primeros platos

LEAR
... Sabed que he dividido
en tres mi reino y que es mi firme decisión
liberar mi vejez de tareas y cuidados,
asignándolos a sangre más joven, mientras yo,
descargado, camino hacia la muerte.
Mi yerno de Cornwall y tú, mi no menos querido
yerno de Albany, es mi voluntad en esta hora
hacer pública la dote de mis hijas
para evitar futuras disensiones. Los príncipes
de Francia y de Borgoña, rivales pretendientes
de mi hija menor, hacen amorosa permanencia
en esta corte y es forzoso responderles.

William Shakespeare, El rey Lear, Acto I
Tengo una teoría, seguramente absurda, sobre el verbo repartir: se le tuvo que añadir un prefijo para resaltar lo arduo que puede llegar a ser, cuando se quiere dar contento a todos. Lo que no tengo claro es si la reiteración a la que alude se debe tanto al número de fracasos en el intento, como a la cantidad de fragmentos que suelen resultar, en el bien y en los afectos.
Una de las causas de tal dificultad estriba en llevar implícita una valoración del individuo, que no suele coincidir con la que tiene de si mismo. Y por ello se ha generalizado el uso de las partes iguales; argumento falaz difícil de rebatir al encerrar el siempre esquivo concepto de la igualdad.
No me malinterpretes, no abogo por la preeminencia de facción alguna. Me refiero a la estimación que tiene cada uno de los demás, que solo aspira a ser igualitaria (se diga lo que se diga), y a la justeza en el reparto, que no tiene porqué implicar una forma de justicia.
Hay varios paradigmas a este respecto. En un intento de amenizarlos me voy a apoyar en una hipotética comida que se produce regularmente entre tres personajes, que podrían ser un abogado, un banquero y un contable (lo que me interesan son las iniciales, por lo que podrían ser un árabe, un británico y un chipriota), semanalmente en un mesón. Allí, entre plato y plato, hablan y se escuchan, sobre materiales previstos y aquello que les pasa por las mientes.
Un mediodía se aborda este tema con el siguiente resultado; la reescritura (¡otra más!) de un acertijo clásico, que he rastreado hasta Niccolò Fontana, "Tartaglia", matemático del siglo XVI, y que suele citarse para ilustrar la diferencia entre erudición y saber.
  • La herencia de Abbas
Hubo un hombre, que había dedicado su vida a la cría de caballos, que al ver finalizar sus días dejó estipulado cómo distribuirlos: la mitad al mayor, que tenía familia propia, un tercio al segundo, para que pudiera crear la suya y una novena parte para el menor, que aún disfrutaría de la protección prevista para su esposa y demás miembros de la casa.
Esta disposición no fue bien recibida por los legatarios, que no encontraban una buena solución con el número de animales disponibles.
Según se dijo, consultaron a múltiples expertos que se demostraron igualmente incapaces, hasta que la viuda (y esta es la opción que más me satisface) cedió una yegua, de nombre Aquedah, que tenía para sus desplazamientos. Que si había que sacrificar un animal, fuera el suyo, que era viejo y habiendo cumplido su función en la vida, su fin evitara una contienda.
Y así cada uno pudo recibir lo suyo y se dio por satisfecho, animal alguno tuvo sacrificio y el donado pudo regresar al establo al que pertenecía, demostrando que un mal reparto puede contentar a todo el mundo.

Al terminar el relato, el contable repasaba sus cálculos sobre el tamaño que tendría la yeguada y el banquero protestaba por que no se había tenido en cuenta el valor individual de los caballos, su edad, su sexo o la función a la que se podían dedicar, fallando que se trataba de un reparto francamente desafortunado e impropio de un criador.
Por mi parte, solo añadir que he leído varias versiones sobre el mismo esquema (y se me ocurre otra con los sillones azules del hemiciclo) que me animaron a componer una pequeña adivinanza para aquellos que o bien conocían la anécdota o bien les ha parecido un testamento:
Qué es más grande que todos tienen, todos temen perder y es imposible repartir.
Estudio de caballos de Théodore Géricault




domingo, 19 de mayo de 2019

₰29 El rey Pelasgo

Tantas idas
y venidas,
tantas vueltas
y revueltas
(quiero, amiga,
que me diga),
¿son de alguna utilidad?
Tomas DE IRIARTE. Fábula de La ardilla y el caballo
Tomo prestado el siguiente acertijo y le añado una coda:

El rey de las ardillas entrena a las tres candidatas a sucederle, a saber, roja, negra y gris, escondiendo una bellota dorada bajo una casilla de un tablero de 6x6 que deben averiguar. Para ello entrega una tarjeta a cada una (que no deben revelar, so pena de castigo) en que está escrito un número del 0 al 9, diferente para cada una. El dígito representa las casillas que distan entre las que ocupan al inicio y la que oculta el tesoro siguiendo un recorrido de movimientos horizontales y verticales, no estando permitido usar diagonales, y siempre dentro del tablero (por ejemplo, si la bellota estuviera bajo la casilla de la ardilla negra su tarjeta pondría 0, la de la gris 4 y la de la roja 5).


En la ocasión que ilustra la imagen, el monarca les preguntó, como siempre: ­—¿Ya sabéis dónde está la bellota dorada?­— Y las tres ardillas contestaron: —¡No!— Al unísono. Un instante después la ardilla roja exclamó: —¡Un momento! Sí, ahora ya se donde está.

Evidentemente, en ese momento las otras también supieron dónde se encontraba la bellota. ¿Y tú?

CODA: Si hubiera pasado sólo un poco más de tiempo sin que la roja hubiera cambiado su respuesta, la gris, dotada, además de gran inteligencia, de una vista extraordinaria (en realidad todas se habían percatado de que el rey no había dispuesto ninguna tarjeta con el 6 o el 9, para evitar confusiones), también habría replicado: ­—¡Un momento! Sí, ahora ya se donde está.

Evidentemente, las otras todavía no sabrían dónde situar la bellota. ¡Ni yo! Mi vista ya no es lo que era.



sábado, 11 de mayo de 2019

₰28 El problema del día

BASILIO:
Dadme un caballo, porque yo en persona
vencer valiente a un hijo ingrato quiero;
y en la defensa ya de mi corona,
lo que la ciencia erró venza el acero.
Pedro Calderón de la Barca, La vida es sueño, Jornada tercera parte II
Los acertijos son como un chicle pegado al pantalón: si sale solo, bien, si no, te acuerdas de la madre que lo parió. Aunque en algunas ocasiones no puedes dejar de mirar, ni de rascar, aunque se haya despegado, tú no.
Algo así me ocurrió con un acertijo que encontré no hace mucho y que reproduzco aproximadamente:
Un vaquero vino a un pueblo en Viernes, se quedó un día y se marchó en Viernes ¿cómo lo hizo?
La solución me pareció bastante obvia: era “a caballo”. Y no hacía falta mucho ingenio para adivinar su nombre; lo que a la vez validaba la proposición lógica que envolvía la pregunta.
Pero, en lugar de dejarlo a buen recaudo en el olvidadero, no hacía más que darle vueltas y más vueltas. Hasta que caí en que la pista del vaquero me había despistado de algo tan simple como la diferencia que hay entre un día (definido en cualquier diccionario como el tiempo que tarda la Tierra en dar una vuelta completa sobre sí misma y que sabemos que se realiza en 23 horas, 56 minutos y cuatro segundos, a la increíble velocidad de 1700 km por hora) y el viernes, o cualquier otro día, que para ajustarse al calendario tiene una duración estándar de veinticuatro horas. Así que el vaquero pudo salir del pueblo sin recurrir al galope.
¿Y el caballo? No lo sabremos, pero para mí que el jinete era el mismísimo Jim Bridger, un legendario hombre de la frontera que gustaba de narrar historias, a menudo fantásticas, capaz de apreciar la nobleza de un caballo lógico.
Decía que hubo un gran curandero crow que maldijo una montaña y todo lo que en ella se hallaba. Osos, alces y águilas transformó en piedras. Allí incluso la luz del sol y de la luna estaban petrificados.
Jim Bridger viendo que no podría llegar a su destino, propuso a su caballo que saltase sobre el cañón. Este le miró como si estuviese bromeando, puesto que les unía cierta complicidad, pero al ver que hablaba en serio, saltó y pudieron proseguir camino ya que la gravedad también estaba congelada.
El caballo aprovechó para repetir el truco una ocasión que estaba reunido con un grupo de ponys cerca de un precipicio. Jim contaba que nunca había visto cara tan sorprendida como la de aquél cuando comenzó a caer. Era un caballo bueno y lógico, pero descubrió demasiado tarde que en la mayoría de los lugares la gravedad no está suspendida.*
En tal paraje seguro que el tiempo también se había detenido. ¿Era quizás viernes?
Me gusta tanto el concepto que creo que lo utilizaré en algo de cosecha propia. Mientras tanto dejo una cuestión que bien pudiera habérsele dado al príncipe pastor:
Hay una belleza que cumple años cada uno de sus días, pero dime ¿dónde hallarla?
Se ha sugerido que los filósofos de la antigua Grecia animaban a sus alumnos a masticar resina de lentisco para fomentar el razonamiento. Cabría preguntarse si les quedaría pegada al quitón.

Puede hacerse una colección con las inconsistencias de los tiempos bíblicos.
¡Para otro día!