Se dice que Petrarca lloró de emoción cuando descubrió,
entre un montón, el legajo que contenía el alegato en favor de Arquias,
preceptor griego al que se había acusado de falsear su ciudadanía y que se
enfrentaba a la expulsión. En su defensa, Cicerón ponderaba con elocuencia sus
aportes a la cultura. Ganó el pleito, pero sus argumentos se perdieron tras la
caída de Roma. Y habrían alimentado la cocina de un monasterio de Lieja de
haberse demorado un poco el renacimiento en el rescate de aquellos autores
paganos, emigrantes a merced de las procelosas aguas del tiempo.
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