lunes, 2 de mayo de 2016

§71 El archipámpano de las pulgas

Es casi seguro que la afición al cine venga determinada por la costumbre de los padres de contar un cuento al acostarnos. No tiene una razón en la continuidad con las tareas diarias, por lo tanto debe haber una relación con el mismo hecho de concluir el día y el paso a una experiencia necesariamente individual para la que nunca considerarán que nos han preparado suficientemente. De ahí las plegarias, para invocar lo benéfico, y los cuentos, evocadores de situaciones que, por muy difíciles que se planteen, se conjuran con un final feliz amañado. Con los años he olvidado (sino renunciado) hacer mis oraciones, pero continuo terminando el día con mi dosis de ficción que me permita apartar la mente de las azarosidades diarias, sabiendo que esas nuevas tramas me son ajenas y, aunque pueda haber cierta identificación con los personajes, predomine la incredulidad.
Sea por ello que esta película, más que otras por este motivo, me incite a escribir sobre las distintas lecturas que se llegan a dar a una misma historia. Ya no solamente de la distorsión que puede haber entre espectador y director; cuando leo inconscientemente los títulos de crédito del final de las películas siento por igual respeto y vértigo por la cantidad de personalidades que han literalmente manipulado la información bajo la batuta que imaginamos como la dirección. En el caso de la tradición popular es incluso más rica.
La base de los cuentos se encuentra en el cotilleo, la comidilla que por recurrente llega a rumor y chisme antes de llegar a cuento; y de ahí a leyenda, novela o historia y finalmente a mito (del griego mythos, cuento). La persistencia de los cuales se debe a su función moralizadora y al transmitirse oralmente se adapta sutil, primero, y manifiestamente, después, en pugna por mantenerse vigente ante nuevos gustos y las nuevas finalidades que se les quieran dar. Más o menos hasta quedar fijados por algún erudito que haga acopio de ellas, sin perjuicio de continuar evolucionando o de las mutaciones por traslado a otras lenguas o inclusión en nuevas colecciones.

La Mafia también es un sifonáptero familiar

La intención de Giambattista Basile en El cuento de los cuentos (c.1632) no parece ser sólo de compendiar relatos moralizadores como en la Edad Media o divertimentos al modo del Decameron; si reproduce la excusa que le da estructura de jornadas, por lo que es conocido también como Pentameron, pero con una idea más cercana a la de Las mil y una noches (Alf Layla wa-Layla) que, por cierto, no era conocida en Occidente en aquellas fechas. Sus relatos (es evidente que los hizo suyos) sirven de continente de la sabiduría popular y sus fantásticas imágenes, que habían quedado fuera de la obra de Bocaccio:
[un bosque] donde los árboles hacían de empalizada a un prado para que no fuese descubierto por el Sol, los ríos se quejaban porque al avanzar por la oscuridad tropezaban con las piedras, y los animales silvestres, sin pagar tributos, disfrutaban de su Benevento [ciudad asilo perteneciente a los Estados Pontificios] y se desplazaban a salvo por toda esa maraña.
Esto me lleva a la decisión de Garrone de llevar a la pantalla su particular visión, que no es la de la tradición, ni la del escritor —más en la línea de Passolini o de Fellini, salvando los resultados—. Su relato trata de imbricar las historias de tres reinos cuyos monarcas actúan de forma caprichosa e irresponsable, como metáfora de lo que ocurre en la Europa actual, dejando imágenes tan poderosas que probablemente despisten al espectador de la crítica implícita.
El argumento de La pulga (pasatiempo quinto de la jornada primera) queda resumido en el encabezamiento del propio Basile:
Un rey, que tenía poco en qué pensar, cría una pulga hasta que ésta se vuelve gorda como un castrado, la manda entonces desollar y ofrece su hija como premio a quien sepa decir a qué animal pertenece la piel. Un ogro la reconoce por el olor y se lleva a la princesa, que luego es liberada por los siete hijos de una vieja, mediante igual número de pruebas.
Solo se me ocurre añadir que si en los sucesos de Altomonte pueden verse trazas transalpinas, para el reino de España se hubiera utilizar La vida del Buscón, que por algo es contemporáneo, díscolo y más cercano de lo que aparenta.

Escena de El cuento de los cuentos (2015) de Matteo Garrone [Sustituida por el trailer a raíz de la reclamación de Rico Management, causante del cierre de muchos canales YouTube y, por lo que dicen, imposible de contactar]


De la lectura del original de Basile para este fragmento, que debería haber incluido las siete proezas de cada uno de los hijos contestadas por tantas réplicas del ogro —queda para otro tipo de película—, se llega al ataque furibundo del marido ultrajado (guste o no, legítimo) al carromato de los cómicos y su madre; la habilidad de escupefuego y el malabarismo de manzanas —¡siempre manzanas! no presentes en el cuento de las que llega a ofrecer una a Violet, pero no hay tiempo—evidencia que se trata de una troupe de artistas, ya presentes en segundo plano desde el comienzo. 
En 2002, durante un viaje a Bulgaria, Berlusconi compareció ante las cámaras para denunciar el supuesto "uso criminal" que tres populares personajes televisivos, los periodistas Enzo Biagi y Michele Santoro y el humorista Daniele Lutazzi, hacían de sus espacios en la RAI. Tras el edicto [búlgaro o de Sofia], los tres fueron despedidos [a estos les siguió Roberto Benigni]. Y las imágenes se enterraron en los archivos, porque ofrecían un aspecto de Il Cavaliere poco tranquilizador.
Fuente El País
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La Academia de los Ociosos o degli Oziosi fue creada en Nápoles en 1611, durante el virreinato del séptimo conde de Lemos, don Pedro Fernández de Castro, con la intención de reunir a los mayores ingenios que se encontraban en ese momento en la ciudad. Sus estatutos fundacionales permitían ser miembros de la misma a españoles, italianos y franceses, hombres y mujeres por igual (caso de la poetisa Margherita Sarocchi).
Su irónico nombre fue sugerido por uno de sus primeros socios, Francesco De’Pietri, por oposición al afanoso negocio, es decir, como noble actividad del espíritu, en la misma línea que su lema Non pigra quies o su símbolo, un águila vigilante en lo alto de una roca —y que me gusta interpretar como ¡no va a ser todo ganar dinero!—.
Inicialmente se permitió únicamente el empleo del latín y el toscano, tanto en las disertaciones verbales como en las composiciones literarias y científicas, pero la inclusión de un relevante e ilustre número de escritores españoles en un segundo momento hizo que se autorizara el uso de nuestra lengua, por otra parte conocida por la mayoría de los napolitanos medianamente cultos.
La visita de Quevedo a Nápoles propició su rápida admisión, por ser ya un escritor famoso y admirado, además de secretario y amigo íntimo del nuevo virrey, el duque de Osuna (Pedro Téllez Girón, también conocido como Miedo del Mundo), y que dominaba las tres lenguas. Se cuenta que disfrazado de pordiosero consiguió evitar ser ahogado en el Gran Canal, como se estilaba en esos tiempos, por unos sicarios que le tomaron por lugareño, mientras ejercía de enlace con el embajador español. Un mes después al no dar con él ni con el duque, quemarían sus retratos en la plaza pública, dando por concluida la llamada Conjura de Venecia.
Es muy posible que lo que más echara de menos de la Academia a su retorno fueran aquellos interludios semanales con los más eminentes ingenios napolitanos. Su Cuento de los cuentos es un evidente eco de Lo cunto de li cunti de Giambattista Basile, uno de sus contertulios habituales.
[Félix Fernández Murga, "Francisco de Quevedo, Académico Ocioso" en Homenaje a Quevedo (ed.) de Victor García de la Concha, p. 45 ss.]



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