domingo, 24 de abril de 2016

§70 El cabo suelto

Como afirmó en cierta ocasión Sherlock Holmes: «Es un craso error elaborar teorías antes de contar con los datos».
Katherine Neville, El Ocho (1988), p.141

Hace aproximadamente un año comencé a extraer escenas de películas, intentando ilustrar que también a veces el bosque no deja ver las ramas, a raíz de un comentario desatinado de entre cientos de ellos del mismo tipo. Como hacía poco que había visto El último concierto (2013) de Yaron Zilberman, donde Christopher Walken obsequiaba a sus alumnos con una lección magistral, de dos supuestos encuentros con Pau Casals, en la que se alababa cualquier pequeño detalle sobresaliente que, por aportar un algo de belleza, singularidad o qué sé yo (ese je ne se qua tan difícil de traducir), por encima de cualquier comentario de los que sólo juzgan contando los errores, me pareció una forma concisa y elegante de zanjar el asunto. Tenía los conocimientos y los medios no serían un problema —alguna que otra concesión sin importancia, me dije—. Entonces me topé de bruces con el muro de los derechos de autor, el propietario legal y otras cortapisas que hicieron que tuviera que estrujarme la sesera para no dejar a aquél sin una respuesta.
[Ahora me comunican que el video no se verá en algunos tipos de dispositivo, pero sí en YouTube]
Visto ahora, reconozco que nunca creí que el esfuerzo sirviera para algo más que calmar mi desencanto y que aquel comentario junto con mi réplica estarán reposando en el pozo sin fondo de las discusiones pasadas. Pero el ejercicio no fue del todo en balde (al menos para mi), y ahora sigo entresacando momentos cinematográficos y esforzándome en darles un contenido personal —sin mucho ruido, cierto, pero no es lo que busco— como forma de airear mis demonios.
Así que gracias a la historia del violonchelista había encontrado un camino entre mis errores, que disfruto sorteando casi cada semana. No puedo ufanarme de haber pronunciado una sola frase trascendental, pero quedar impasible tampoco me parece una alternativa aceptable.
En estos tiempos, la posibilidad de acceder inmediatamente a cientos o miles de películas ha convertido al espectador habitual en un crítico implacable por la simple acumulación de títulos. El número de comentaristas ha crecido de forma exponencial (hay casi tantos como seleccionadores nacionales) y tienen un abrumador denominador común: la opinión de que cada vez se hace peor cine, que no hay creadores, que se repiten las fórmulas y que se reciclan ideas. Algo de eso hay, pero también lo hubo, pues la historia del cine está repleta de nuevas versiones de viejas historias que por mor de probar algo nuevo, suponen un avance (los retrocesos también lo son, vistos con la suficiente perspectiva).
Quizás sólo los aspectos técnicos más sofisticados se salven de la quema, justo el tiempo que media hasta que alguien saca una aplicación que hace lo mismo con la disponibilidad de un móvil, por poner un ejemplo.
El tiempo es lo que hace que todo vaya tan rápido.
No puedo estar de acuerdo.

Escena de Backtrack (2015) de Michael Petroni

Cuando una película transita el territorio de la psiquiatría, los sueños y los fantasmas del pasado, es fácil esgrimir varias referencias cinéfilas y que muchas veces sea  acertado conectarse con esta nueva mitología postmoderna; el buscador de originalidades debe ser consciente de la trampa de hacer juicios precipitados y la contradicción implícita que supone.
Por ello el controvertido personaje que interpreta Sam Neill (doblado por Manolo García, que también dobla a Walken en la mencionada cinta) resulta ser un recurso conveniente para que el protagonista pueda analizar lo que le está ocurriendo, sin tener que recurrir a la narración interior, estableciendo una relación médico-enfermo paralela a la que Adrian Brody mantiene con sus pacientes.
Desde las primeras líneas se establece la jerarquía de personalidades en un diálogo que comienza como un interrogatorio: el profesor indaga en los síntomas describiendo una trayectoria envolvente mientras que el alumno evita el enfrentamiento, hasta que termina sentado en el banquillo, reconociendo que tiene un problema. 
La cita a Jung evita tener que utilizar el término psicoanálisis y sugiere la represión como el mecanismo de defensa utilizado frente al trauma (no necesariamente sexual, como defendía Freud), la importancia de los sueños y la necesidad de profundizar en ellos para su correcta interpretación. Justo en este momento, el protagonista se sumerge y trasciende la terapia —la precipitación hace que parezca un poco forzado—, lo que da pie a comentar la imagen de Pieter Brueghel, Paisaje nevado con trampa para pájaros (1565), que sirve como punto de inflexión en la trama y fija el quid en un suceso del pasado del protagonista, lejos de todo aquello que hemos visto y sobre todo del acontecimiento que marca su tragedia.
Como anécdota, hay dos anomalías que serían borrones en otro tipo de película: la pared y los cuadros entre los que está el Brueguel no concuerdan con la sala que hemos visto y, sobre todo, que el cámara confunda la ventana dentro del cuadro con el hueco por el que se oculta el extremo de la cuerda —quiero pensar que puede explicarse como fruto del desarreglo del personaje y que aún no pueda mirar directamente la causa, como no pudo recordar qué le distrajo justo antes del accidente; pero es una disculpa que se me ocurre a vuelapluma—.

Esta es la copia del Prado realizada por Brueghel el Joven en 1601
Curiosamente este cuadro también fue retratado en El Espejo (1975), de Andrei Tarkovski, donde el pájaro representa el alma vital (o alguna de sus cualidades, como la inocencia); aunque siempre es resbaladizo interpretar los elementos introducidos por este director, que defendía que sus imágenes no significaban más allá de ellas mismas y que quedaban justificadas en su excepcionalidad. Y la trampa puede aludir a la indefensión frente la sociedad, que continúa con sus juegos, ignorante (o no).
Inquietante imagen, máxime por su naturalidad apacible.

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Paisaje nevado con patinadores y trampa para pájaros (hacia 1601. Óleo sobre tabla, 40 x 57 cm.) del Museo del Prado es una de las copias del original pintado por Pieter Brueghel el Viejo en 1565 hechas por su hijo, Pieter Brueghel el Joven, a partir de 1601, puesto que la copia del Kunsthistorisches Museum de Viena, que se considera la más antigua de estas copias del hijo, está firmada y fechada ese año. A los pies del espectador se abre un amplio panorama ocupado por una aldea con un canal helado que serpentea entre las casas. A lo lejos, en el horizonte, se recorta el perfil de una ciudad. Sobre el hielo figuran numerosos personajes patinando o jugando al colf —veo también un grupo practicando curling—, un juego que tiene su origen en el siglo XIII y que hizo furor en el XVII, hasta el punto de que los gobiernos municipales se vieron obligados a publicar numerosas regulaciones para restringirlo a determinadas áreas fuera de la ciudad. Finalmente quedó prohibido. Sobrevivió en Escocia y desde allí volvería al continente en el siglo XIX transformado en el golf actual. La unidad y la exactitud descriptiva invitan a pensar que Pieter Bruegel el Viejo copió un paisaje real. Sin embargo, como es habitual en este pintor, el naturalismo es aparente. El papel preponderante de la jaula de pájaros a los pies del árbol que se eleva en el primer plano y la presencia de los patinadores han llevado a algunos autores a interpretar esta escena como una alegoría moralizante sobre la fragilidad de la existencia humana, que está expuesta a peligrosas trampas. Fuente Museo del Prado

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